viernes, 26 de noviembre de 2010

Cuando la vida te sonríe

Hoy hemos tenido la segunda nevada del otoño. No se prevén más copos en los próximos días, pero seguro que los menos cinco grados de temperatura que tenemos ahora se encargan de mantener el efecto azúcar glas. 

Hoy hemos tenido también el primer día de sol de las últimas tres semanas. ¡Tres semanas! Y han pasado casi sin que me diera cuenta. Aunque al brillar Lorenzo la sonrisa se me ha pintado en la cara. Todo es más bonito. Y eso me gusta...

Así es como la ciudad se nos transforma de nuevo en estos días. Paisajes renovados. Calles en las que perderse, viejos edificios de ladrillo, ropa tendida. Y el descubrimiento del día: un callejón desvencijado con más de diez tiendas de ropa de segunda mano. Me he tomado la licencia de bautizar el lugar como "La milla de hojalata". Y atrás queda Serrano, by the river of Babylon!

Como siempre tenía muchas más cosas que contar, pero se me han caducado. Tuve un cumpleaños feliz, felicísimo. A orillas del Báltico, con lluvia y sin cisnes esta vez. Probé la mejor sopa de pescado ever, frente a la bahía de Sopot. Y saqué algunas fotos con mi "nueva" cámara Praktika Made in German Democratic Republic. Inventamos un país llamado Enjoyland que sabe a cocina internacional y hasta un pirata me cantó aquello de Sto Lat.



Unos días más tarde seguía la aventura, esta vez refugiados en un pequeñísimo caserío del Biebrzański Park Narodowy. Pateada de siete horas llena de sorpresas: ciervos, alces, panales de abeja hechos de árboles, dunas y barrizales. Terminamos comiendo bien y arreglando el mundo a pie de chimenea.

Sólo puedo añadir que Polonia ha resultado ser (una vez más) un buenísimo escondite del mundo. Y el gigante, mi mejor acompañante... No se puede pedir más. La vida me sonríe y yo le sonrío a ella. 

viernes, 5 de noviembre de 2010

Distancias del siglo XXI

Llueve. Llueve a cántaros. Hoy es viernes y no trabajo. Tenía algunos papeles que resolver, pero el mal tiempo se me ha aparecido como la excusa perfecta para posponer mi envite con la burocracia polaca. Así que me quedo en casa, observando desde mi ventana cómo la calle se llena de charcos y pensando que mi paraguas de lunares no habría soportado tanto azote del viento.

Es temprano y mi agenda está en blanco, así que preparo un té verde y repaso las cuentas de correo. Me llegan noticias del otro lado del continente y por momentos el corazón se me vuelve de blandiblú. Por todos los que quedaron lejos, a miles de kilómetros. Porque ser apátrida implica ser de todos lados y dejarte el alma en cada esquina. Y con los años el mapa se ha ido complicando, llenándose de puntitos de colores que sigo desde la red y que a veces se vuelven invisibles a mi radar. Cada vez son más y en más lugares. Tenerife, Las Palmas, Madrid, Oviedo, Valencia, Badajoz, Pontevedra, Málaga, Milán, Lille, Ottnang, Chemnitz, Lasko... Es difícil no perderles la pista...

Supongo que todos, cada uno a nuestra manera, hacemos un esfuerzo por no perder el contacto, mantener el hilo que nos une engrasándolo con mayor o menor frecuencia. Aunque a veces nos perdemos los unos a los otros, es inevitable. Que el tiempo pase y las personas cambien, que ya nada sea lo mismo cuando queremos volver atrás, que ahora ya es pasado... todo eso es inherente a la vida. Es un poco triste, pero no demasiado. Es también lo que hace de la vida un vaivén mágico, valioso por no ser eterno ni estático. El ritmo, lo fugaz, las cenizas en la hoguera, lo que estaba y se fue, lo que soñamos y nunca fue, los que se fueron, los que se quedaron y se perdieron, los reencuentros. El humo. Los recuerdos.

No es consciente mi memoria de lo agradecida que le estoy, por permanecer conmigo y trasladarme, en viernes de lluvia como hoy, a los ayeres que nos hicieron reír. A los platos llenos de ositos de chocolate, las terrazas donde cantamos, las miradas furtivas y todos los primeros besos. Las noches difuminadas, los tropiezos, los Mordor y el humo verde. Las palabras naranjas, los leotardos rosas, las trastadas con los patines y el palo de la escoba. Porque qué es del instante si no puede dilatarse después en la melancolía de alguien, repetirse hasta la saciedad, transformarse hasta reconvertirse. Y que sería de mí sin todos esos puntitos que, desde la lejanía, pueblan mis recuerdos y aún mis sueños. Sueños de un mañana en que volvamos a vernos y atrapemos el instante, creando, sin saberlo, nuevos recuerdos. Y así, una vez y otra. Hasta que la memoria se nos agote con el tiempo.