jueves, 20 de noviembre de 2008

Travelling around

El ritmo de los acontecimientos se ha acelerado tanto que es difícil incluso encontrar tiempo para relatar lo que se mueve por esta Polska helada. Pero aquí estoy de nuevo. Para que recorráis conmigo los lugares que visito.

Gdansk. Cuatro días, tres noches, una colonia de españoles perdidos en Polonia, tumulto de polacos, inglés con acentos, sangría Señorita, tortilla de papas y unas birras enfriándose en la ventana. Cuando estás lejos de casa cualquier cara amiga se convierte en tu familia, y la que hemos construido aquí está llena de color. Y cada cena, cada mesa redonda en torno a una cerveza, se convierte en un monumento a la interculturalidad informal y sin remilgos. En la ciudad encantada a orillas del Báltico nos encontramos con más voluntarios que están realizando sus proyectos en Varsovia. Nos arrejuntamos como pudimos en casa de Raquel, durmiendo en cada rincón de la casa y estableciendo turnos para la ducha. Convivencia loca que los vecinos sufrieron con gravedad.

El centro de Gdansk es un lugar para pasear y merece la pena detenerse en casi todos los edificios. Así que hicimos de nuestro viaje un ruedo turístico sin museos, desafiando el frío y la noche (que ya cae a las cuatro de la tarde) con té y zapiekankas.

También tuvimos un encuentro espectacular con los cisnes que nadan en estos mares helados y sin atunes. Recogimos en una botella un pedazo de esa playa de Sobot tan hasta arriba de turistas donde los polacos se pegaban patadas por sacarse fotos con un negro que pasaba por allí.

Y visitamos el mercado de la ciudad, una explanada llena de ropa usada y trastos varios donde absolutamente todo es susceptible de ser vendido por uno, dos o cinco zlotys. Allí compramos el ajuar para la fiesta de disfraces que nos esperaba a la noche, donde todos los que acudieron acabaron aprendiendo un puñado de palabras en español. ¡Qué raro suena nuestro idioma cuando lo pronuncian las gargantas desacostumbradas!

Y así volvimos a Olsztyn, en un tren incomodísimo pero muy barato que machacó los raíles durante dos horas y media con nosotros dentro. Aún quedo tiempo para saborear durante el viaje lo intenso y fugaz que vivimos en Gdansk y para prometer más visitas mutuas en la casa de cada cual donde siempre es un gusto compartir las colchonetas y cocinar para trece personas.

Apenas tres días después marchamos a Varsovia, donde un concierto de electro era la excusa perfecta para reencontrarnos con algunos de los voluntarios que conocimos en el curso que hicimos hace un mes en Konstancyn. Casi perdemos el autobús, perdidos como estábamos en la estación del PKS de Olsztyn, donde no hablan inglés ni en el punto de información internacional. Pero la suerte nos rozó de nuevo, como siempre pasa cuando vas a la aventura, y encontramos un autobús repleto que nos llevaba hasta el centro de la capital y que salía en… ¡30 segundos! Para dentro pues. A recorrer de nuevo un trozo de país a través de carreteras de asfalto despedazado.

A la llegada, encuentros en la estación, maletas a la consigna y dirección al bar más cercano. Después aquel extraño concierto de música-ruido donde al fin encontré la clase de “modernos” que inundan las calles de Madrid. Polacos al borde del coma etílico moviendo el esqueleto como si les fuera la vida en ello. Y de ahí, cuando el reloj cantaba las cuatro de la mañana, tren camino al bosque donde Vega, voluntaria española, vive y trabaja. Se trata de un centro de educación interna para niños sordos en medio de la nada, a una hora en tren de Varsovia, donde te ves obligado a iluminarte con una linterna durante el camino que lleva a la escuela. Los fines de semana los niños del centro vuelven a sus casas y Vega se queda sola entre los árboles, en aquel edificio tan grande y frío. Está siendo duro para ella, así que estaba contentísima de que estuviéramos allí. Y para nosotros fue genial tener la oportunidad de ocupar nuestras propias habitaciones e incluso cocinar algo a la “mañana” siguiente (entre comillas porque despertamos a las tres de la tarde y estaba atardeciendo entre la lluvia).

La noche del sábado decidimos buscar alojamiento en el centro de la ciudad, pero todos los albergues estaban repletos. Así que Karo llamó a una voluntaria ucraniana que había conocido durante un fin de semana en Cracovia y le pidió un techo para nosotros cinco. Y así es como el EVS va formando su propio couchsurfing, prestando suelos enmoquetados a los que deciden visitar ciudades sin gastar dinero en alojamiento. Yara, que así se llamaba nuestra anfitriona ucraniana, nos ofreció un salón en el que ya habitaban dos gatos enormes, y nos dio cancha libre para salir y entrar a nuestras anchas. Así que marchamos a Praga, uno de los barrios más deprimidos de Varsovia, que no fue destruido durante la II Guerra Mundial y por tanto tampoco fue reconstruido en 1945. Así que la mayoría de los edificios muestran fachadas con la pintura rascada. Es el lugar donde viven los gitanos, la gente con menos recursos, los ancianos sin familia, los drogadictos y algunos jóvenes.

Con esta estampa encontramos un concierto de Mass Kotki, un grupo de electro cómico formado por dos chicas polacas, en un bar cuanto menos pintoresco. Una especie de antigua nave o fábrica llena de sillones desvencijados y mujeres gordas vistiendo vestidos de cuero apretados y amenazando con su látigo. Fue como asistir por unas horas a La Movida madrileña pero en Polonia y en el año 2008. Seguro que Almodóvar encontraría en aquella sala de conciertos suficiente material para ganar otro Oscar.

El último día y de la mano de Marij, que también trabaja como voluntaria en un hospital sitio en un bosque a las afueras de la ciudad, recorrimos el parque donde se encuentra el monumento a Frederic Chopin. Y una librería donde puedes beber café y comer tartas caseras rodeada de niños y libros en lengua extranjera.

Y vuelta a Olsztyn. Esta vez durmiendo, porque el suelo de la ucraniana fue útil, pero bastante incómodo. Una vez aquí, empezaba nuestro primer gran trabajo como voluntarias: una semana europea en la biblioteca Planeta 11 donde debíamos mostrar nuestros respectivos países. Así que nos sumimos en jornadas laborales de diez horas recolectando fotografías e información sobre nuestros paisajes, nuestros artistas, nuestra música... Y por un día un pedacito de Polonia se convirtió en territorio español, con gente jugando a las cartas con nuestra baraja y comiendo tortilla de papas y empanada gallega.

Ahora que la tormenta ha pasado y las cosas vuelven a la normalidad me doy cuenta de que está haciendo mucho, mucho frío. Antes de ayer nevó durante un par de horas y en seguida todos los tejados estaban blancos. Ha llegado el invierno y los centros comerciales ya nos están metiendo la Navidad hasta en la sopa. Es como siempre, pero en Polonia. ¡Y me encanta!

miércoles, 5 de noviembre de 2008

Going and coming

Fin de semana de locura resumible en lo que sigue:
- 27 horas entre aeropuertos y aviones
- 25 horas en casa-casa, 9 de las cuales durmiendo (en una cama de verdad) y al menos 4 comiendo
- 2 noches en un Madrid que ya no es mío pero que todavía siento como la ciudad que siempre me espera (sin dejar de funcionar)

El viernes salí de Olsztyn a las seis de la mañana. Cogí un autobus directo al aeropuerto, donde había quedado en verme con una dulce sonrisa que no encontré. El avión a Madrid tenía un retraso de dos horas y media (en un aeropuerto sin zonas para fumadores) y perdí la conexión con el vuelo a Tenerife. Así que llamé a ese alguien que siempre tiene sitio para mí (la gente que llegó para quedarse permanece incluso después de que te hayas ido) y nos dispusimos a improvisar un Halloween de paso, entre Bardemcillas, vinos y aceitunas, Aidas, vodkas, Siderales y franceses. Tan buena fue la noche que al día siguiente me quedé dormida y perdí de nuevo el avión. Y allí estaba, en la T4 de Barajas, con la ropa del día anterior, sin ducharme y teniendo que esperar ocho horas hasta el próximo vuelo. Cuando agoté mi agenda y llegué a la conclusión de que todo dios estaba durmiendo o tenía el móvil desconectado, entré en un baño cualquiera, me cambié de ropa, me lavé los dientes, cambié mis zlotys por euros y desayuné un pincho de tortilla.

A las seis de la tarde del sábado aterrizaba al fin en Los Rodeos. Con neblina y aire freso llegué a La Laguna, donde al fin pude ducharme. Entonces comencé a empaparme de familia y paz en un baibén de gratas sorpresas, comida sabrosa, sonrisas, lágrimas y amor. Apenas un día, pero dio tiempo de comer castañas, pasear junto al mar, comer puchero casero y ver llover. Llena de energía, de vuelta a Madrid, donde me esperaban ya las cañas y una curiosa conversación sobre aquello que nos pica a todos. Al amanecer, trenes y metro en plena hora punta cargada con una mochila de 16 kilos. ¡Pero qué gusto ese Madrid egoísta y veloz que te pisa los zapatos sin pedir perdón!

Vuelo con turbulencias y sin altercados. El reloj marcaba las dos de la tarde cuando yo pisaba de nuevo el suelo de Varsovia. Otra vez a cambiar mis euros por zlotys y, ahora sí, encontrar entre un ruidoso tumulto de polacos aquella dulce sonrisa. La ciudad estaba, como siempre, gris y salpicada de lluvia. Los edificios se perdían entre la neblina difuminando los finales cuando al fin encontramos un bar suficientemente oscuro donde tomar cerveza a las tres de la tarde.

A las 10 de la noche del lunes, y apenas cuatro días después de haberme marchado, estaba de nuevo en Olsztyn. Todo había cambiado a pesar de estar en el mismo sitio. Y no podía hacer otra cosa que sentirme feliz y agradecida. Por aquellos que siempre esperan mi vuelta, porque allí donde se encuentren ellos estará mi techo. Por los pequeños de la familia que crecen sin parar mientras el enrededor se transforma y replantea. Por los 25 años de cariño y calor que me sirven de colchón y ejemplo. Por las sonrisas que convierten en soleada una ciudad gris. Y porque seguir hacia delante sigue siendo la más apetitosa de las opciones.