jueves, 28 de mayo de 2009

Miss Nature

Llueve. Y el sentido de la lluvia también ha cambiado después de ocho meses. Llueve. Y no me molesta. Porque no es nieve y no hiela hasta los huesos. Sólo moja. Moja y riega las fresas. ¡Hoy no uso el paragüas!

Miss Nature, ése es el irónico galardón que me he ganado entre mis amigos polacos. Y todo porque no tengo ni idea de cómo montar una tienda de campaña, hacer una hoguera o prender unas lámparas de naftalina. Ya ven, cosas que la ciudad no te enseña.

Pero a todo se aprende. A desayunar con mantequilla, a beber té antes de ir a la cama, a plantar flores, a hacer cestas de papel... Y es que, al final, todos nos mimetizamos. Ahora me parece más duro vivir en un Madrid sin bosques, ni lagos, ni panales de abeja, que cocinar una salchicha clavada en un palo, previamente seleccionado y cortado por una servidora, en una hoguera a orillas del río (mientras me comen los mosquitos).

Y es que aquí, a veces, las cosas son bien diferentes. Sirvan de ejemplo los siguientes regalos de cumpleaños recibidos por una amiga nativa: un ramo de cebolletas, un árbol de jazmín, un mandala pintado con semillas, miel recién extraída del panal y, cómo no, vino y vodka que para algo Polonia es conocida por lo que es conocida.

El caso es que, perdida la cuenta del tiempo en que he habitado en esta parte del Planeta, ocurrió de repente que empecé a echar raíces. A hacerme un hueco y encontrar mi sitio. Y el polaco empezó a fluir de mi boca casi sin darme cuenta (aunque aún con muchas limitaciones). Por eso la polonización dejó de ser, porque he dejado de verlo todo desde el otro lado del cristal. Ahora estoy dentro de ese paisaje verde que adorna el calendario que cuelga en mi cocina.

Y los giralunas han empezado a florecer. Quieren seguirme el ritmo :)

jueves, 16 de abril de 2009

Winter Survivor

Hubo un tiempo en que, tan rodeada de frío y oscuridad poco ociosa como estaba, dejé de imaginar cómo sería la primavera en Polonia. Simplemente dejé que cayera la nieve y pasaran los días. Por entonces recibí mi primera visita venida desde España, siendo un placer inyectar en vena ajena las bondades del este, la belleza potencial que esconden los rincones más dejados. El mal tiempo (viento, aguanieve, un paraguas que se rompe, el mapa mojado y nosotros que no encontramos esa maldita escalera mecánica) nos obligó a refugiarnos en la cultura underground de Varsovia. Pero no hay mal que por bien no venga, mi cerebro necesitaba explicarse a sí mismo en voz alta y en lengua materna. Cuando el pasado volvió a su lugar, dejando tras de sí aprendizajes dolorosos y una hermosa sensación de intimidad inmune al paso de los días, llegaron unas semanas sin bálsamo ni veneno, unas decimillas de fiebre y la sensación de que las páginas del calendario duraban demasiado tiempo.

El 21 de marzo los niños más pequeños de Abecadło me disfrazaron de Pani Wiosna (Doña Primavera) mientras tras los cristales caía una lluvia incesante a la que siguieron días y días de cielo plomizo. Parecía que nunca iba a llegar la estación de los mil colores. Fue entonces cuando llegó el sol, trayendo consigo todo lo que le faltó a este país durante el invierno. Todo de golpe. Las terrazas salen a la calle, colgamos los abrigos, nos sentamos en la plaza a comer helado y dejamos que el calor derrita y fulmine todo lo que pesa, todo lo que sobra. Y es entonces cuando no logro entender cómo sobreviví a cinco meses de duro invierno con los termómetros bajo cero. Winter survivor. Lo logramos.

Inmersa ya en el verde que surge del árbol muerto, a ritmo de contrabajo, llegó la segunda visita. A mi familia le acompañó un aire cálido y mucho sol, tanto que casi quisimos darnos un baño en el Báltico, quizás posados sobre un cisne. Cargar tanto abrigo al cruzar Europa de punta a punta se transformó en un simple absurdo, simpático absurdo. Y estar juntos volvió a ser una vuelta a nuestro estado natural (con ustedes me pasa como con el sol, cuando vuele no entiendo cómo he podido sobrevivir sin él).

De forma perpendicular a nuestra ruta por estos lares que son ahora el escenario de mi vida cruzó la Pascua polaca, con un todos tan inmersos en el dolor de la muerte de Jesucristo que una no sabía cómo reaccionar. El domingo de Resurrección, cuando yo volvía a casa a las seis de la mañana tras despachar a mis padres y hermana (¡qué grande estás enana!), la ciudad de Olsztyn estaba ya bien despierta dirigiéndose todos a la Iglesia. A esta misa le sigue, en todo hogar polaco que se precie, un desayuno en familia donde nadie puede faltar. Sopa, carne, salchichas, huevos, setas, queso, pepinillos, tartas... Algo que yo nunca llamaría desayuno.

Como no pude observar la Navidad desde el interior de una familia polaca, me resarcí en Pascua, aceptando sin pensar cuando me propusieron pasar el domingo y lunes de Semana Santa en una aldea a 20 kilómetros de Bielorusia. Hacia allí nos encaminamos un grupo de doce personas el domingo al medido día con los coches a rebosar de comida y ganas de pasarlo bien. El objetivo del viaje era recuperar una antigua tradición desaparecida en los años sesenta que consiste en que un grupo de hombres recorra el pueblo cantando “Alleluja” de casa en casa y pidiendo vodka y salchichas a las muchachas casaderas (y es que en este país nada se hace en vano y siempre es momento para mostrar hospitalidad).

Como era asunto de hombres, nada más llegar al pueblo me separaron de mi anfitrión y me metieron en una casa (creo que la más rica de entre todas aquellas chozas de madera) donde las estatuas de la Virgen y los cuadros que retratan la vida de Jesús eran el tema central de decoración. A pesar del escenario y de que no entendía nada de lo que se decía a mi alrededor, disfruté con gusto aquella mesa con la comida siempre lista para que te sirvas y comas, a más mejor (se trata de resarcirse de la cuaresma).

Tras un paseo por los alrededores y el reencuentro con los chicos del grupo siguieron incontables chupitos de vodka brindando por esto y aquello acompañados de mordiscos de salchicha casera. Sobre la mesa la siguiente discusión: en su peregrinaje los hombres han recibido un dinero que nadie quiere quedarse. Se decide utilizarlo para reparar la cruz que reposa a la entrada de la aldea (la zona está llena de estas “señales de vida” a ambos lado de la carretera, algunas datadas dos siglos atrás). Alcanzado el consenso con el asunto de la cruz, ya podemos retirarnos al lugar que amablemente nos han cedido para pasar la noche: un teatro vacío con tarima de madera y algunas mesas. Así montamos nuestra propia fiesta, y vuelta a comer y a brindar porque la dicha es buena y la vida merece la pena. Acordeón, violín, armónica, tambor, todos cantan y bailan este folclore polaco que tan contento suena. El suelo retumba, ¡aquí no hay quien duerma!

Lunes por la mañana, los huesos molidos de dormir sobre el suelo apenas cuatro horas, qué mejor para despertar que una jarra de agua fría. Es tradición tirarse agua este lunes también festivo y este grupo que tanto aprecia las raíces perdidas de su país no se quiere quedar atrás. Desayuno abundante, el acordeón no para, carretera y manta, nos volvemos al pueblo donde nos han organizado un almuerzo para agradecer nuestra visita. El día es caluroso y la fiesta se celebra al aire libre. Salchichas clavadas en palos listas para asar en la hoguera, los músicos se animan, los más mayores bailan, todo el mundo nos agradece la visita y el esfuerzo. Un borrachín se engancha con mis ojos (los únicos marrones en kilómetros a la redonda) sin parar de llamarme Ania. Sufre mal de amores, grita que el amor no existe, sus vecinos le disculpan y le cuidan (al modo polaco: le sientan y le sirven más vodka hasta que se cae de la silla).

En general, el viaje fue toda una inmersión en la realidad del este de Polonia y una agradable estancia en un grupo lleno de amor y música del que costó despedirse llegado el martes. Vuelta a Olsztyn, la civilización se aparece más fea que dos días a atrás, pero el sol no para de brillar y no hay lugar para la melancolía. Empiezo a pensar que el invierno mereció la pena siendo esto lo que había al otro lado del Ying.

lunes, 2 de marzo de 2009

Cuando muere febrero y el invierno cede

Es cierto que el sol provoca más cuando llega tras unas semanas de oscuridades plomizas. Provoca incluso que te levantes temprano en domingo. Esta mañana he añadido las gafas de sol al pack de tres en un gesto acaso de excesivo optimismo. Pero, correcto, hoy el sol quema la piel. Si tuviera protector solar me habría puesto.


Son los días en que febrero muere y el bosque se transforma en escenario de la lucha entre el invierno, que resiste, y la primavera, que ya está ansiosa. Contra todo pronóstico el viernes noche volvió a nevar. Así es como hoy mis pisadas suenan a charco y el sonido predominante, cuando se escapa un poco de la civilización, es un gotear incesante de hielo que cede y se derrite.


Hielo que cede. Aún es pronto para ver los primeros verdes nacer, pero esta estación en medio de dos ofrece también imágenes insólitas. ¿Sabían que se puede pescar en los lagos congelados? Yo no me he atrevido si quiera a dar un par de pasos, a pesar de que los cisnes señalizan los tramos seguros. No, yo no me arriesgo a caer en aguas a incontables grados bajo cero. Eso se lo dejo a los locales, ya que yo, al fin y al cabo, sólo estoy de paso.


¡Shhh! ¡Escucha! Ruido de nieve fresca, como si alguien andara sobre montones y montones de azúcar. Después, ruido de hielo que cruje y se rompe. Es un niño en trineo y una madre que tira del confortable asiento con una inquebrantable dulzura. ¡Qué fácil es todo cuando sólo hay que dejarse llevar!


¡Shhh! ¡Escucha! Ruido de cornetas que entonan un do agudo al unísono. Es el tren de Varsovia arribando a la estación que linda con el lago. ¡Qué duro es a veces apearse y dejar ir el rún-rún que te conduce!


He perdido la sensibilidad en las orejas, pero me da igual, este domingo entre estaciones me tiendo al sol, me desato la bufanda, cierro los ojos. Me quedo un rato a escuchar cómo cede el invierno. Como pasan los niños, los trenes, el tiempo.



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Dos horas después de escribir estas líneas abandono mi solarium de nieve porque no aguanto más las ganas de ir al baño. Me he quemado. Lo advierto cuando, al cruzar la esquina, Marlies me grita, desde la ventana de la cocina: "You’re red, like a german tourist in Canary Islands!"


Paso la tarde en el sofá leyendo las canalladas sentimentales de Baylys, bebiendo té con miel y comiendo galletas que saben a plátano. Es entonces, a las seis y media de la tarde, cuando advierto que en noches como la de hoy puedo ver las estrellas desde mi cama.

lunes, 9 de febrero de 2009

Naranja y chocolate

Hoy hago un paréntesis en la polonización para acompañar durante un rato a quien me espera en el sofá... Va por ti, porque no es tiempo de estar sola.

Los febreros, los domingos, las canciones de Sabina… La vida está llena de lugares comunes que, en función del viento que sople, nos traen el sabor de la naranja amarga o el toque dulce del chocolate. A veces, también, el néctar de aquél cítrico puede ser dulce y la planta del cacao amarga.

Blanco y negro, frío y calor, ruido y silencio. La vida está llena de lugares comunes que nos enfrentan con nosotros mismos en una lucha de opuestos llena de grises donde nadie gana. Porque la naranja y el chocolate hacen buena pareja; más si es domingo, febrero, y la rota garganta del poeta urbano canta.

Porque no hay blancos ni negros. Ambos son una ilusión óptica mediada por la luz y la recepción de nuestros globos oculares.

¿Depende todo lo que vivimos de la interpretación que más tarde o más temprano hacemos de lo ocurrido? ¿Pueden ser los recuerdos, matizados por el inevitable polvillo que produce el roce del tiempo, más reales que lo que sucedió? ¿Es todo intento de mirada al pasado un proceso de autoengaño o, por el contrario, la automática corrección y adaptación de nuestro ayer es la magia que da sentido a la vida? ¿Es la lectura melodramática de nuestro presente un capricho propio de pseudo intelectuales aburguesados o el resultado de una honesta mirada al interior de nosotros mismos, donde nunca nada es perfecto porque, al fin y al cabo, la vida está llena de grises?

Después de todo “un piso en Atocha no está tan cerca del cielo” y a veces es necesario alcanzar los sueños para caer en la cuenta de que no eran ni tan importantes ni tan perfectos ni tan sueños.

Entonces, a veces, la sentencia melodramática vacía de sentido todo lo que nos acontece. Cuando estamos demasiado ocupados en otras cosas la corriente se nos lleva y, en un pestañear, despertamos un año después al otro lado del continente. A veces pasa, que nos despersonalizamos, o que nos olvidamos de escribir la crónica a su debido tiempo, y mientras dormimos el viento sigue soplando, el mundo sigue girando. Y cuando despiertas y te ves tan rodeado de medias tintas sin bálsamo ni veneno, es cuando tus recuerdos vuelven para salvarte. Susurran, a través de imágenes maquilladas, que hubo días en los que todo te ilusionaba. Ayeres donde te enamoraste como nunca antes, terrazas desde las que cantasteis a voz en grito sin pensar en los vecinos, mañanas soleadas en las que no te importó el desorden. Sí, hubo un tiempo en que la vida era vida sólo por las personas que te rodeaban. Y, claro, hoy es distinto. Porque, aunque nos hayamos dormido, el mundo no ha parado de girar.

Pero así funciona este juego, un tira y afloja, un eterno balancearse entre el ayer y el hoy. ¿Quién te dice que en el futuro no recordaras este presente con la misma vibración? Sigamos adelante, aunque sólo sea porque los recuerdos remotos sean hermosos. Y porque la vida, se mire por donde se mire, es un milagro (pagano).

viernes, 6 de febrero de 2009

"Proszę pani, proszę pani"

Al principio de esta aventura, alguien que me conoce mucho se preocupó por la excesiva frecuencia con la que escribía en este blog. No le pareció buena señal que tuviera tanto tiempo libre. Efectivamente, cuando en Polonia aún no nevaba y se podía salir de casa sin el tri-pack “guantes, bufanda, gorro”, mi vida aquí era de todo menos ajetreada (aunque he de decir que también disfruté de aquellos meses de tranquilidad, reposando las ideas que no tenían sitio en el Madrid inquieto).

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Un día como hoy, cuatro meses y algunos días después, no puedo decir lo mismo. Me resulta difícil encontrar tiempo para llevar a cabo todos los proyectos que tengo en mente y la poca energía que queda después del trabajo la gastamos en socializarnos (y no es moco de pavo, cuando hablamos de relacionarnos con esa masa informe que habla tan raro…) Porque sí, en esta ciudad al este del este no hay sitio para la rutina, ni siquiera cuatro meses y algunos días después: la barrera del idioma aliña cada instante. Y a veces se pasan con el vinagre… Yo, por mi parte, creo haber tirado la toalla. Este idioma no es viable. ¡Ni siquiera los nativos lo hablan correctamente! Así es que le doy credibilidad cero a la esperanza de poder mantener una conversación normal antes del verano y me acomodo en la postura de “la foránea que no entiende”

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Aún así sigo estudiando polaco, aunque sólo sea por avanzar en la comunicación verbal con los chiquillos que pueblan mis tardes en la biblioteca. (niños, esa especie tan envidiable, tan cargada de energía y misterios, de sorpresas… creo que será la primera cosa que añore cuando el año llegue a su fin). Y es que si algo tienen en común estos niños es que no les cabe en la cabeza que no entiendas su idioma. ¡Les da igual! Te seguirán hablando sin importarles los factores externos que puedan turbar tu entendimiento, como una boca llena de galletas, un resfriado, un contacto visual indirecto, i tak dalej, i tak dalej… Así que nosotras ponemos cara de bobas sonrientes y nos dejamos guiar por sus gestos, teniendo en cuenta que hay que estar atenta a cada “Proszę pani, proszę pani”. Eso significa que quieren algo de ti (y que todavía te respetan a pesar de tu condición de alien, ya que “Pani” significa “señora”)

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En esta tesitura andamos gastando el “working time” esta última semana. Son vacaciones de invierno en el colegio y Abecadlo está repleto de niños a todas horas. Y ¿quién mejor para entretenerles que las voluntarias con sus costumbres raras? Así es que, de las fechas señaladas que condecoran el mes de febrero hemos desechado San Valentín y nos hemos animado con los Carnavales (lo cual ha resultado al tiempo la excusa perfecta para eliminar de una vez cualquier rastro de Navidad, que ¡hay que ver como le cuesta a esta gente deshacerse de las lucecitas, estrellas y arbolitos de diciembre!). La biblioteca se adorna cada día con más y más cadenetas de colores. Todo tiene que estar listo para la fiesta de disfraces del jueves que viene; para la que, por cierto, tengo que fabricarme un disfraz de mariquita y cocinar torrijas (si en algo está cambiándome esta experiencia –a parte de abligarme a amar la col y el pepino- es en mis habilidades como ama de casa).

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Y entre tanto “recorta y colorea”, no sé cómo, hemos sacado también tiempo para empezar con la elaboración de un periódico multilingüe: “Pięć księżyców” tiene ya cinco redactores, una fotógrafa y un diseño aún en el aire. En marzo parimos, si todo cuadra y mis dotes de mandataria se revelan efectivas. El siguiente post, para las buenas nuevas. Saludos desde el país que me ha enseñado a distinguir cinco tipos de nieve.

domingo, 11 de enero de 2009

De la selva y el paraíso

Y así llegó la Navidad, el tiempo de volver a casa cargada con bombones y regalos...

Madrid, tan frenética y olvidadiza como siempre, se mostró más que nunca como una selva donde sólo sobreviven los más rápidos, los más fuertes. Lo más malos. No fue precisamente grato conocer el paradero profesional de aquellos que se licenciaron al tiempo que yo. Entonces me dije: "¡Ay Paula tú no estás hecha para dar codazos y pisar cabezas! Y... ¿te llega la motivación para trabajar por 300 euros durante dos o tres años? Sí, tienes que encontrar otra salida” Con esta certeza volé hasta el paraíso. Quince grados centígrados en uno de los inviernos más fríos que se recuerdan en Canarias. Y ¿qué me ha dado a mí por huir de esta maravilla de lugar donde el sol siempre brilla? Who knows? Nobody knows…

Jamón, café de verdad, tardes de polvorón y mandarina sin quitarme las zapatillas, noches de cenas y reencuentros, arreglar el mundo en torno a una Dorada y sentir una vez más como, al final, sólo permanecen los que de verdad merecen la pena. Así que gracias, Letópila, porque si tú estás yo me siento en casa y todo es como siempre. Y gracias también al torbellino familiar que se despide de mí tocando trompetas desde los balcones de la ciudad. Porque, aunque no se note, llega un momento en que los peques crecemos y empezamos a apreciar cuán afortunados somos por tener una familia que se coma tu roscón de reyes por muy duro que haya salido (aviso que ya encontré el problema, el próximo año vuelvo al ataque, y así hasta que el roscón salga bueno).

Con tan agradable estancia a las faldas del volcán reconozco que cuando llegó el momento de volver estuve a punto de claudicar. Pero no, porque “vivir es más que un derecho, es el deber de no claudicar”. Así fue como, contra todo pronóstico, aterricé de nuevo en Varsovia, sin retrasos y con mi maleta. Desde el avión ya se veían las montañas de nieve, los árboles inertes, las casas cubiertas, los lagos helados… Y sí, en tierra el termómetro rozaba los siete grados bajo cero, la nieve estaba sucia y mi maleta parecía pesar 20 kilos más que en Canarias. Pero pasamos el rato, yo dejándome guiar a lugares donde beber algo caliente y la sonrisa inquieta que tenía por acompañante traduciéndome toda la información útil que encontrábamos al paso (porque por puesto, mi escaso dominio del polaco estaba, de nuevo, missing). Y, cuál fue mi sorpresa al notar que, pasado el solsticio de invierno, no se hace de noche hasta las cuatro de la tarde. “Ya estamos más cerca del sol”, me dije…

Y hoy, domingo once de enero (ese mes que llega tan eclipsado por festejos que nadie lo nota), he descubierto el restaurante perfecto para comer pierogi z miesem cuando afuera hace frío. Y me basta para justificar mi gélida estancia en este país lejano donde el sarcasmo se ha despedido de mí.

Así pasa la vida en Polonia, igual que pasaba antes de que nos comiéramos las uvas, sin propósitos, con proyectos. Al ritmo de melodías celtas con sabor a menta. Y a veces parece no haber sitio en esta habitación para todos los fantasmas que me habitan. Un saludo a todos ellos, especialmente a los que están lejos, lejos. A los que recorren el mundo acompañados por la humanidad, a los que fotografían el rostro de la pobreza, a los que luchan en la selva, a los que luchan con ellos mismos sin necesidad de moverse de la biblioteca. Y a los que salieron hoy a la calle para frenar a golpe de paz el genocidio en Gaza.