domingo, 11 de enero de 2009

De la selva y el paraíso

Y así llegó la Navidad, el tiempo de volver a casa cargada con bombones y regalos...

Madrid, tan frenética y olvidadiza como siempre, se mostró más que nunca como una selva donde sólo sobreviven los más rápidos, los más fuertes. Lo más malos. No fue precisamente grato conocer el paradero profesional de aquellos que se licenciaron al tiempo que yo. Entonces me dije: "¡Ay Paula tú no estás hecha para dar codazos y pisar cabezas! Y... ¿te llega la motivación para trabajar por 300 euros durante dos o tres años? Sí, tienes que encontrar otra salida” Con esta certeza volé hasta el paraíso. Quince grados centígrados en uno de los inviernos más fríos que se recuerdan en Canarias. Y ¿qué me ha dado a mí por huir de esta maravilla de lugar donde el sol siempre brilla? Who knows? Nobody knows…

Jamón, café de verdad, tardes de polvorón y mandarina sin quitarme las zapatillas, noches de cenas y reencuentros, arreglar el mundo en torno a una Dorada y sentir una vez más como, al final, sólo permanecen los que de verdad merecen la pena. Así que gracias, Letópila, porque si tú estás yo me siento en casa y todo es como siempre. Y gracias también al torbellino familiar que se despide de mí tocando trompetas desde los balcones de la ciudad. Porque, aunque no se note, llega un momento en que los peques crecemos y empezamos a apreciar cuán afortunados somos por tener una familia que se coma tu roscón de reyes por muy duro que haya salido (aviso que ya encontré el problema, el próximo año vuelvo al ataque, y así hasta que el roscón salga bueno).

Con tan agradable estancia a las faldas del volcán reconozco que cuando llegó el momento de volver estuve a punto de claudicar. Pero no, porque “vivir es más que un derecho, es el deber de no claudicar”. Así fue como, contra todo pronóstico, aterricé de nuevo en Varsovia, sin retrasos y con mi maleta. Desde el avión ya se veían las montañas de nieve, los árboles inertes, las casas cubiertas, los lagos helados… Y sí, en tierra el termómetro rozaba los siete grados bajo cero, la nieve estaba sucia y mi maleta parecía pesar 20 kilos más que en Canarias. Pero pasamos el rato, yo dejándome guiar a lugares donde beber algo caliente y la sonrisa inquieta que tenía por acompañante traduciéndome toda la información útil que encontrábamos al paso (porque por puesto, mi escaso dominio del polaco estaba, de nuevo, missing). Y, cuál fue mi sorpresa al notar que, pasado el solsticio de invierno, no se hace de noche hasta las cuatro de la tarde. “Ya estamos más cerca del sol”, me dije…

Y hoy, domingo once de enero (ese mes que llega tan eclipsado por festejos que nadie lo nota), he descubierto el restaurante perfecto para comer pierogi z miesem cuando afuera hace frío. Y me basta para justificar mi gélida estancia en este país lejano donde el sarcasmo se ha despedido de mí.

Así pasa la vida en Polonia, igual que pasaba antes de que nos comiéramos las uvas, sin propósitos, con proyectos. Al ritmo de melodías celtas con sabor a menta. Y a veces parece no haber sitio en esta habitación para todos los fantasmas que me habitan. Un saludo a todos ellos, especialmente a los que están lejos, lejos. A los que recorren el mundo acompañados por la humanidad, a los que fotografían el rostro de la pobreza, a los que luchan en la selva, a los que luchan con ellos mismos sin necesidad de moverse de la biblioteca. Y a los que salieron hoy a la calle para frenar a golpe de paz el genocidio en Gaza.