jueves, 16 de abril de 2009

Winter Survivor

Hubo un tiempo en que, tan rodeada de frío y oscuridad poco ociosa como estaba, dejé de imaginar cómo sería la primavera en Polonia. Simplemente dejé que cayera la nieve y pasaran los días. Por entonces recibí mi primera visita venida desde España, siendo un placer inyectar en vena ajena las bondades del este, la belleza potencial que esconden los rincones más dejados. El mal tiempo (viento, aguanieve, un paraguas que se rompe, el mapa mojado y nosotros que no encontramos esa maldita escalera mecánica) nos obligó a refugiarnos en la cultura underground de Varsovia. Pero no hay mal que por bien no venga, mi cerebro necesitaba explicarse a sí mismo en voz alta y en lengua materna. Cuando el pasado volvió a su lugar, dejando tras de sí aprendizajes dolorosos y una hermosa sensación de intimidad inmune al paso de los días, llegaron unas semanas sin bálsamo ni veneno, unas decimillas de fiebre y la sensación de que las páginas del calendario duraban demasiado tiempo.

El 21 de marzo los niños más pequeños de Abecadło me disfrazaron de Pani Wiosna (Doña Primavera) mientras tras los cristales caía una lluvia incesante a la que siguieron días y días de cielo plomizo. Parecía que nunca iba a llegar la estación de los mil colores. Fue entonces cuando llegó el sol, trayendo consigo todo lo que le faltó a este país durante el invierno. Todo de golpe. Las terrazas salen a la calle, colgamos los abrigos, nos sentamos en la plaza a comer helado y dejamos que el calor derrita y fulmine todo lo que pesa, todo lo que sobra. Y es entonces cuando no logro entender cómo sobreviví a cinco meses de duro invierno con los termómetros bajo cero. Winter survivor. Lo logramos.

Inmersa ya en el verde que surge del árbol muerto, a ritmo de contrabajo, llegó la segunda visita. A mi familia le acompañó un aire cálido y mucho sol, tanto que casi quisimos darnos un baño en el Báltico, quizás posados sobre un cisne. Cargar tanto abrigo al cruzar Europa de punta a punta se transformó en un simple absurdo, simpático absurdo. Y estar juntos volvió a ser una vuelta a nuestro estado natural (con ustedes me pasa como con el sol, cuando vuele no entiendo cómo he podido sobrevivir sin él).

De forma perpendicular a nuestra ruta por estos lares que son ahora el escenario de mi vida cruzó la Pascua polaca, con un todos tan inmersos en el dolor de la muerte de Jesucristo que una no sabía cómo reaccionar. El domingo de Resurrección, cuando yo volvía a casa a las seis de la mañana tras despachar a mis padres y hermana (¡qué grande estás enana!), la ciudad de Olsztyn estaba ya bien despierta dirigiéndose todos a la Iglesia. A esta misa le sigue, en todo hogar polaco que se precie, un desayuno en familia donde nadie puede faltar. Sopa, carne, salchichas, huevos, setas, queso, pepinillos, tartas... Algo que yo nunca llamaría desayuno.

Como no pude observar la Navidad desde el interior de una familia polaca, me resarcí en Pascua, aceptando sin pensar cuando me propusieron pasar el domingo y lunes de Semana Santa en una aldea a 20 kilómetros de Bielorusia. Hacia allí nos encaminamos un grupo de doce personas el domingo al medido día con los coches a rebosar de comida y ganas de pasarlo bien. El objetivo del viaje era recuperar una antigua tradición desaparecida en los años sesenta que consiste en que un grupo de hombres recorra el pueblo cantando “Alleluja” de casa en casa y pidiendo vodka y salchichas a las muchachas casaderas (y es que en este país nada se hace en vano y siempre es momento para mostrar hospitalidad).

Como era asunto de hombres, nada más llegar al pueblo me separaron de mi anfitrión y me metieron en una casa (creo que la más rica de entre todas aquellas chozas de madera) donde las estatuas de la Virgen y los cuadros que retratan la vida de Jesús eran el tema central de decoración. A pesar del escenario y de que no entendía nada de lo que se decía a mi alrededor, disfruté con gusto aquella mesa con la comida siempre lista para que te sirvas y comas, a más mejor (se trata de resarcirse de la cuaresma).

Tras un paseo por los alrededores y el reencuentro con los chicos del grupo siguieron incontables chupitos de vodka brindando por esto y aquello acompañados de mordiscos de salchicha casera. Sobre la mesa la siguiente discusión: en su peregrinaje los hombres han recibido un dinero que nadie quiere quedarse. Se decide utilizarlo para reparar la cruz que reposa a la entrada de la aldea (la zona está llena de estas “señales de vida” a ambos lado de la carretera, algunas datadas dos siglos atrás). Alcanzado el consenso con el asunto de la cruz, ya podemos retirarnos al lugar que amablemente nos han cedido para pasar la noche: un teatro vacío con tarima de madera y algunas mesas. Así montamos nuestra propia fiesta, y vuelta a comer y a brindar porque la dicha es buena y la vida merece la pena. Acordeón, violín, armónica, tambor, todos cantan y bailan este folclore polaco que tan contento suena. El suelo retumba, ¡aquí no hay quien duerma!

Lunes por la mañana, los huesos molidos de dormir sobre el suelo apenas cuatro horas, qué mejor para despertar que una jarra de agua fría. Es tradición tirarse agua este lunes también festivo y este grupo que tanto aprecia las raíces perdidas de su país no se quiere quedar atrás. Desayuno abundante, el acordeón no para, carretera y manta, nos volvemos al pueblo donde nos han organizado un almuerzo para agradecer nuestra visita. El día es caluroso y la fiesta se celebra al aire libre. Salchichas clavadas en palos listas para asar en la hoguera, los músicos se animan, los más mayores bailan, todo el mundo nos agradece la visita y el esfuerzo. Un borrachín se engancha con mis ojos (los únicos marrones en kilómetros a la redonda) sin parar de llamarme Ania. Sufre mal de amores, grita que el amor no existe, sus vecinos le disculpan y le cuidan (al modo polaco: le sientan y le sirven más vodka hasta que se cae de la silla).

En general, el viaje fue toda una inmersión en la realidad del este de Polonia y una agradable estancia en un grupo lleno de amor y música del que costó despedirse llegado el martes. Vuelta a Olsztyn, la civilización se aparece más fea que dos días a atrás, pero el sol no para de brillar y no hay lugar para la melancolía. Empiezo a pensar que el invierno mereció la pena siendo esto lo que había al otro lado del Ying.