Mi aterrizaje en Polonia, con retraso y condensado:
Noche cero. Tras una cena tipical spanish (fritanga de huevos, salchichas y papas –gallegas, of course-) noto cómo se me encoge la boca del estómago y todo empieza a crujir dentro de mí. ¡Tachán! Al fin estaba nerviosa, al fin sentía, no sé, el acojone de quien va a cruzar Europa por primera vez. Entonces el tiempo empezó a correr sin necesidad de que yo me moviera del sofá. Sentí que se acercaba la muerte simbólica de todo lo que me rodeaba y que un doctor imaginario me preguntaba ¿qué harías si sólo te quedaran cinco horas de vida? Fue entonces cuando el ‘extraño entrañable’ me cogió de la mano y pude tranquilizarme. La aventura llegaría igual, más tarde o más temprano, así que decidí estar sin más. Simplemente permanecer felizmente en el lugar en el que me encontraba mientras esperaba a que dieran las cinco de la mañana en el reloj. Y en seguida dieron las cinco. Un taxista de lo más quinqui sería el encargado de trasladarme a mi otra vida. Era sólo el comienzo de lo pintoresco. En el viaje al aeropuerto, casualidades de la vida, sonaba en la radio aquella canción de Chaouen que tantas veces escuchamos y fue inevitable recordar los grandes momentos y grandes amigos que dejaba atrás en aquel preciso instante. Lloré. Pero sólo un poco, porque me daba vergüenza llorar delante de un taxista quinqui.
Día uno. Ya en el aeropuerto superamos tranquilamente el control de equipajes sin importar que nuestra maleta pesara 20 o 30 kilos. Y es que nuestro avión era como una oficina voladora. Una veintena de hombres de negocios acomodados con sus pequeños equipajes en confortables sillones de cuero. La primera parada fue en el aeropuerto de London City, donde había más hombres de negocios y una manada de rabinos rondando sus simpáticos tirabuzones. Y de ahí a Varsovia. No sin antes atravesar varios kilómetros cuadrados de nubes grises y espesas cargadas de lluvia. Como no podía ser de otra forma nos estafaron nada más llegar (se nos nota la cara de guiris inocentes) cobrándonos 120 zlotys por un taxi hasta la estación de tren. Horas después conocería a alguien que había pagado apenas 30. Pero bueno, ¿qué es llegar a un sitio nuevo si no se sufre una novatada?
Resumiendo, la capital de Polska me pareció sencillamente caótica. Como cualquier otra metrópli del mundo pero con los carteles en polaco y las casas sin pintar. Gris, muy gris. No sé cómo, pero logramos comprar un billete para Olsztyn y llegar al andén. Los trenes chirriaban durante casi 20 segundos antes de pararse. Metida en aquella estación tuve la sensación de estar en la España de hace 30 años. Indescriptible la impresión que nos dio el tren. Tan estrecho, con aquellas escaleras tan empinadas, sin sitio para dejar nuestros maletotes… Y yo tan harta ya de cargar con la mochila pero sonriendo a aquella visión destartalada. Fue fácil sentirse cómodo en cuanto elegimos vagón para pasar las cuatro horas (sí, cuatro horas) que duraba el viaje. Los polacos son gente amable de la que te ayuda en todo lo que puede. De hecho, si no llega a ser por aquél muchacho rubio que sonreía tan ampliamente nunca hubiéramos bajado en la estación correcta. Imagínense no tener ninguna referencia espacial, metidos en un tren sistemáticamente impuntual, rodeado de oscuridad y ¡sin megafonía! Sencillamente genial. Tolerando incertidumbres, dejándonos guiar, logramos bajar en Olsztyn Zachodny sanas, salvas y con nuestro equipaje al completo. Allí nos esperaban Chloe, Aline, Marlies y un delicioso pastel de plátano y chocolate. E instantes mágicos en los que uno no sabe cómo decir lo que quiere en inglés y entonces calla y comparte el silencio.
Día dos: Ocho horas de sueño después del gran viaje desperté sin saber muy bien dónde estaba ni que tenía que decir para dar los buenos días. Pero nuestras anfitrionas son maravillosas y nos hacen la vida más fácil. Asistimos a nuestra primera clase de polaco en un bloque de edificios de lo más comunista, con los números en grande, sobrio y, por supuesto, sin ascensor (creo que no veo un ascensor desde que salí de Madrid). ¿El idioma? Pues dificilísimo. El más difícil de todos junto al coreano, ahí es nada. Pero las cuatro estamos cargadas de paciencia y voluntad así que seguro que en unos meses ya sabremos pedir perdón si tropezamos con alguien en la calle. Tras la clase de polaco tocó visitar la biblioteca donde trabajaremos, saludar a gente y más gente y entender la mitad de lo que nos decían (es difícil cuando te hablan en una mezcla de inglés, polaco y alemán). Y después el supermercado y esas neveras enormes tan llenas de botecitos con nombres raros. Superamos la prueba ágilmente (gracias a una piadosa cajera de supermercado) y conseguimos poner algo en nuestra nevera. Tras el socorrido té de media tarde Elisa y yo decidimos perdernos en la ciudad en busca del lago más cercano. Descubrimos que en Polonia los obreros gritan a quien pase los mismos improperios que en España. Por la noche no me quedaban energías para nada más que deshacer mi equipaje, darme una buena ducha (en la medida en que mi toletta me lo permite) e irme a la cama.
Día tres. En esta época del año amanece a las siete de la mañana en Polonia, por lo que es fácil despertar a las nueve teniendo la sensación de que ya has dormido suficiente y de que estás perdiendo el tiempo. Así que me activé pronto, puse orden en mi destartalada cocina llena de espaguetis de antes de ayer, repasé mi lección de polaco y me fui al mercado de la ciudad. Impresionante. Encontré los cacharros más antiguos que he visto nunca. Bufandas de zorro (no de piel de zorro, sino hechas con un zorro muerto y hueco), básculas de las que usaba mi bisabuela, peines de pelo de caballo, cuchillos, abrigos, espejos, guantes, enchufes, botas… Como un rastro pero a lo grande y con ese aire antiguo que tienen algunas cosas en este país. Y después las magníficas frutas y verduras de Polonia. Todo parecía recién salido de la tierra. Una delicia. Setas, manzanas, coliflores y calabacines gigantes, cebollas tiernas… Y esos tenderos espléndidos a los que les encanta que una española se pare en su puesto. Te hablan en polaco aunque les hayas dicho que no entiendes nada y te sonríen. Pueden pasar así varios minutos, mostrándote todas las especies que venden y sonriendo. Un rato agradable que espero repetir todos los viernes. Tras el mercado tocaba reunión oficial con la coordinadora de nuestro proyecto, una buena y entrañable mujer que nos explicó todo lo que necesitábamos saber. Después Elisa y yo preparamos comida española para nuestras compañeras de Austria y Francia. Tortilla de papas, chorizo de Guijuelo y jamón serrano (un puntazo meterme eso en la maleta papá). La sobremesa fue tan larga que se nos hizo de noche. Poco a poco nos vamos sintiendo capaces de utilizar el inglés más allá de para las cosas estrictamente necesarias. Y dio tiempo de hablar de los usos y costumbres de cada país, lugares que visitar, diferencias culturales… Estoy contenta con mis compañeras de aventura, son gente agradable que acompaña respetando la soledad escogida (sé que alguien por ahí entiende lo que digo).
Momento de la escritura: Aquí estoy, inmensamente cansada pero llena, inflando la esponja, tumbada en este sillón-buró que me hace las veces de cama, en mi enorme habitación con vistas a una de las calles principales de la ciudad, en este piso destartalado también, un tercero sin ascensor donde ninguna puerta cierra bien, el baño no tiene lavabo y la ropa se tiende en el techo de encima de la ducha. De resto, Polonia es un país como cualquier otro, con sus centros comerciales, sus McDonald’s, Carrefour y Media Market, sus bares y sus jóvenes bebiendo cerveza. Una ciudad hermosa y acogedora, verde y, al menos estos días, soleada, casi primaveral. Hay un parque en cada rincón (y cuando los veo me doy cuenta de que a Madrid le faltaba eso para acabar de ser la ciudad perfecta) Ríos, lagos, árboles, estrellas, edificios bajos, calles peatonales, terrazas, gente comiendo helado (y yo buscando los guantes)… Definitivamente, un lugar para ser feliz.